La reciente oleada de exposiciones en torno a la artista dadaísta constata la acuciante deuda de las instituciones y la vigencia de su obra. El MoMA es el último en rendirse a su semidesconocido genio
La historia se construye muchas veces como un rompecabezas donde generalmente las piezas no encajan. Ocurre en los diálogos complejos, en los que los matices no siempre encuentran su lugar. Ese es el poder de la reescritura. Cada libro, cada exposición sirven para darle otra vuelta a esa narración no conocida, no dicha o no vista. Todos esos retales que el llamado canon deja atrás. Ocurre ahora con Sophie Taeuber-Arp (1889-1943), artista reivindicada en los más destacados museos del mundo. El MoMA abre esta semana la revisión histórica más importante hasta la fecha, una exposición que es también una de las grandes citas del museo esta temporada. Living Abstraction viene a su vez de la Fundación Beyeler, en Basilea, donde habitó este verano coincidiendo con otra muestra de Taeuber-Arp en la Tate Modern de Londres que cerró sus puertas en octubre. Una cadena de exposiciones contrapunteada por su fichaje por parte de Hauser & Wirth, una de las galerías más poderosas del mundo, que se ha hecho con su legado y que montó en junio una gran exposición virtual con obras que van desde 1916 hasta 1942, todavía en línea.
No es baladí lo de la galería. El mercado lo mueve casi todo en el mundo, también del arte. El prestigio de estas grandes exposiciones sin duda ha colocado estas obras en su mejor momento de venta. Cabe preguntarse qué pensaría Sophie al ver sus geometrías tocando máximos históricos, ella que pasó bastante inadvertida para los grandes focos. Dicen los historiadores que no le importó en exceso. De carácter introvertido, fue una soñadora. Lo constata cada paso que dio, más allá del baile, donde muy pronto empezó a sobresalir. Nació en Davos, Suiza, y su madre le enseñó a coser, algo que la llevó a elegir la formación en artes y oficios descartando la educación habitual en bellas artes. Mientras otros artistas aprendían a dibujar con modelos al natural y a modelar yeso, ella se volcó en deformar telas y soldar plata, aunque muy pocas de estas obras sobreviven hoy. Ni los carteles que diseñó, ni sus muebles llenos de lengüetas y ranuras, ni muchas de las actuaciones donde ponía en práctica lo que aprendió de Rudolf von Laban, pionero de la danza moderna. Lo que pervive cuelga ahora del MoMA: la documentación de los decorados y vestuario para sus bailes en la trastienda de Cabaret Voltaire, el local en Spiegelgasse, en el pintoresco barrio de Niederdorf, en Zúrich, donde nació el movimiento dadá: la potencia de la nada como arma de rebelión.
Era ella algo así como la chica del grupo, aunque su baile amoroso junto a Jean Arp, artista entonces más reconocido y celebrado que ella, hizo que cayera en el cajón de las esposas artistas olvidadas. Su producción más conocida se sitúa en los albores de aquel 1920, casados ya en secreto, de ahí también la excusa para revisarla tirando de efeméride, un siglo después. Bienvenida esa relectura global, aunque sea tarde y falten muchas otras: Beatrice Wood, Emmy Hennings, Florine Stettheimer… Durante mucho tiempo, la historia oficial del arte sostuvo que ella había desarrollado su estilo artístico partiendo de las obras abstractas de él para trasladarlo al campo práctico del diseño textil. Sin embargo, fue todo lo contrario. Las condiciones del textil forzaron al empleo de un reducido lenguaje compositivo de formas planas. Ella supo aprovecharse bien de ese lenguaje de formas abstractas para desarrollar un vocabulario estético radicalmente contemporáneo, del que luego se sirvió Arp. Aunque Sophie Taeuber-Arp era más feroz que dócil y rehuía aquella “radicalidad” que pronto le puso la crítica. Así se lo escribió a su marido en 1919: “Estoy furiosa. ¿Qué es esa tontería de artista radical?”. En una flor o en un escarabajo, decía ella, cada línea y cada color surgen de una necesidad profunda. Lo puso en práctica en sus cabezas dadá, de madera torneada y pintadas con un rostro humano abstracto. También en sus pinturas, siempre de una abstracción optimista. Círculos y rectángulos perfectos y llenos de colores primarios.
Su obra se disparó en los años treinta, cuando había dejado su trabajo como profesora en la Escuela de Artes Aplicadas de Zúrich. Coincidió con la entrada en vigor del surrealismo, frente al que ella reafirmó su posición frente a la abstracción, que entonces estaba en sus primeros balbuceos en el arte, apostando fuerte por sus composiciones estáticas y entrando en el grupo Cercle et Carré, creado por Michel Seuphor y Joaquín Torres-García. Tampoco ahí había muchas mujeres, aunque a ese olvido pone remedio la actual exposición Mujeres de la abstracción en el Museo Guggenheim de Bilbao, que también recoge el trabajo de Sophie Taeuber-Arp.
¿Por qué mirar a esta artista ahora? ¿Por qué reivindicar lo heterodoxo de su trabajo? ¿Para qué reivindicar el oficio? ¿Por qué invocar al dadaísmo en 2021? Mucho había en aquel club de creadores que encaja con las urgencias del arte actual. Por encima de todo: su llamamiento por un arte elemental y libre. Ahí está el reciente auge de Las Sinsombrero (Margarita Manso, Maruja Mallo), Gloria Fuertes o Angélica Liddell. La fusión entre disciplinas que tan bien manejaba Taeuber-Arp sigue siendo la gran asignatura pendiente. Aunque parezca que no, lo disidente, raro o distinto sigue escondiendo complejos. Pese a la retahíla de vanguardias de antaño y pese a la proliferación de lenguajes de hoy, el arte contemporáneo es muy dado a ordenarlo todo en cajones, y hay cosas que no encajan en ellos. Por ejemplo, lo muy distinto. Y qué alegría.
‘Living Abstraction’. Sophie Taeuber-Arp. MoMA. Nueva York. Hasta del 12 de mayo de 2022.
‘Mujeres de la abstracción’. Museo Guggenheim. Bilbao. Hasta el 27 de febrero de 2022.
Por BEA ESPEJO en Babelia de EL PAÍS